martes, diciembre 27, 2005

Mirada invernal

Valencia, con traje de lana,
doblando una luz perenne
sobre un rastro de partituras. Valencia,
en la Gran Vía del Marqués del Turia,
donde los estorninos vuelan el aire de los ficus
como un banco de peces
por encima de las gentes y sus tráficos.

Esas casas andamiadas,
el jardín, el arce, el camino,
las tardes de oficina:
estatuas que viven sólo
a la hora de los basureros,
palabras que no saben decir
lo que cabe en estas manos.

En esta ciudad yo soy ahora
una mirada exangüe,
un título honorífico
incapaz de llenar un plato.
Yo soy ahora, en Valencia, aquel exilio,
los despojos de un atropello
que nadie se atreve a retirar.

Avanza descalzo el incendio
por las aceras, y es invierno
y esto es Valencia, y su luna
cavando el color de una sombra
a paladas de víspera.


diciembre 24 y 26, 2005

lunes, diciembre 12, 2005

Respirar, sencillamente



Todos esos pensamientos
sobre lugares remotos;
todas esas mujeres
demasiado parecidas
a lo que siempre habías imaginado;
ese impulso, aquella locura
cercana a la perfección;
el escalofrío de la pena
por saberse distante
del mejor camino para surcar la lluvia;
lo que significan dos tazas de café
sobre la mesa de una cocina;
algo que jamás podría suceder,
como el desenmascaramiento
de la absurda mecánica celeste;
todos esos cuerpos lejanos
plenos de caricias;
esa expresión de asombro
en el continuo estar marchándonos, aunque
sigan conmoviéndonos algunos pensamientos
que asemejamos a revelaciones:

desairados —más o menos,
no pretendo exagerar la nota—
aceptamos lo que la corriente, monótona,
va deparándonos. Y frente a ese discurrir:
respirar, respirar sencillamente,
dejando que el azar siga su curso.
Hay ocasiones en las que yo mismo
incluso me lo creo.


diciembre 12, 2005

lunes, noviembre 28, 2005

El futuro es diferente (techos de prostituta)



El deseo es un poder bajo mis dominios
y follar poco más que una fría pose:
gestos hilvanados inconscientemente
—pieles distintas, distintos aromas,
los mismos líquidos—
entre llamaradas de alcohol
y espirales sintéticas de diseño.
Lo sabes tú también:
es de ti de quien quieres librarte
cuando te acercas a mí.
Pero todo parece tan perfecto
cuando tu ingle golpea la mía,
son tan maravillosas nuestras ruinas
mientras lo hacemos, mientras aún
queda lejos esa fría constelación
de lunas que desaparecen, sucediéndose
entrelazadas como fichas de dominó.
Miro hacia el techo
—el orgasmo no apaga la noche
ni el hastío de la lujuria y sus muelles y resortes,
pero el mundo entero se aloja en el techo—
y me digo y me repito una y otra vez
que es sólo tiempo, tiempo por dinero.
Nada me preocupa, siempre lo supe:
a pesar de esta vida, y de aquel sueño
a mil kilómetros de mis ojos,
el futuro es diferente.


noviembre 26, 2005

miércoles, noviembre 16, 2005

Parece que hace tanto tiempo



Querida Nancy:
Ayer volví a escribir versos absurdos,
versos vacíos y absurdos como:
“Danzo en la noche larga de agosto
mientras tú, escondida,
haces que el tiempo se someta al tiempo
que no espera. Seremos,
aunque soñemos sueños para nada,
a pesar de la creciente náusea. Seremos.”
Querida Nancy, aburrido de ser,
para odiar por fin a la muerte,
como si ella misma no supiera
o no pudiera,
y aunque no sea cierto,
te escribo para decirte
porqué estoy sentado frente a un futuro
en el que no confío
a pesar de que nunca supe darle la espalda.
Tú sabes de lo que hablo,
me refiero a que ya no conozco mis
debilidades
porque me he convertido en todas ellas.
La vida parecía más sencilla
—lo sabes muy bien, Nancy—,
mientras Él caminaba junto a nosotros,
cuando las diosas tejían redes profundas
y existía el juego de no encontrarnos.
Pero esta vez,
cuando el conjunto de mi obra es deseo
fuera de lo posible,
y este puto domingo parece no
querer acabar nunca,
cuando todo ha terminado
y grita por ser enterrado sin más demora,
querida Nancy,
quizás tengas razón:
lo que una vez fue lienzo,
amor intacto,
tal vez no sea ahora
más que otro de mis torpes artificios.

(noviembre 5, 2005)

martes, noviembre 15, 2005

Fríos por venir

Cada otoño me pregunto
si su incipiente frío logrará despertarnos,
si será posible que nos liberemos
de esa quimera que llamamos porvenir,
si podré seguir hablándote
de las carreteras verticales que dividen el desierto
—Running on empty—, de los viajes
de un extremo a otro de la noche, donde
es posible rozar el idioma del viento, o recordar
los lugares donde abandonamos la intemperie
y vislumbramos las luces de ese fuego hechicero
que nos devora. Cada otoño me pregunto
si lograré olvidar esta permanencia urgente,
esta espera mansa del tiro en la nuca,
qué sucedería si nunca más regresase el frío,
si nunca lográsemos despertar del presente.
Cada invierno me pregunto.

Canciones suicidas

Saber estéril (canción suicida nº 1)

Sé del descreer,
de la primavera esquiva,
de las calles andando caminos
por mí
que fueron míos,
de los filos avanzando
sin alternativas,
del no dar para más
y del no crecer
ni en poso ni en herida.
Sé del regreso
sin nadie esperando
y del pensamiento
corriendo hacia nadie,
y lo que significa
que te arrebaten la voz
y el sueño
en cada arista.
Sé de todo eso, sí,
pero no me preguntes
lo que los juncos silban
—contra la razón, contra la vida—
ni sobre lo que la calle arrastra
o lo que la marea vislumbra
más allá de este silencio,
de esta mudez maldita,
de esta escarcha interminable
que nos habita.


Y si, a pesar de todo (canción suicida nº 2)

Y si, a pesar de todo,
buscase el final ahora. Si
—como invasión de tierra o aire—
la piedra, piedra por siempre
y el ser de las cosas
regresase a su sitio.
Dime, tierra,
si el sonido de este viento absurdo
es tu secreto nombre. O tú, aire, dime
en qué espectro nos buscas, en qué
siluetas de vaho somos el sueño
como el problema la respuesta.
Y vosotros,
cadáveres retorcidos entre cenizas
y rayos catódicos, decidme si acaso
Cesare Pavese saldó al fin su deuda
suicidándose.


Vértigo polar (canción suicida nº 3)

Tenía que ser así,
como un acaso nunca intuido,
en la luz de la noche
y las ventanas de vaho. Somos
lo que en otro lugar cantan las arias
y las bodegas de los buques hundidos
esconden. Y recito de un tirón tu salmodia
—pirámides que nunca construimos—
y acumulo insomnios de imaginarios tangos.
En el ámbar del terciario labramos huellas
de ciudades y rumbos desconocidos
hechos de cuarentenas y escorbuto,
ruinas y conjuros que compusimos
en el libreto antiguo del silencio.
Nuestra culpa fue el vértigo de oír
sin saber dónde, ser ártico
entre marjales serpeantes
bajo la inclemente lluvia,
sin herencia ni hijo por quien luchar.
Tenía que ser así,
en la habitación de un hotel barato,
unos minutos después
de no saber
cuál era nuestra casa,
ni a quién hablábamos.


Vivir aún (canción suicida nº4)

Años y años pretendiendo el estupor
para encontrarte hoy anclado
en el oficio de sepulturero, envuelto
de un pesimismo tan estúpido como baldío.
Desfallecido, sabiendo ya quien eres
y lo que serás, agotas el vaso
mientras entierras la gloria y, con ella,
el asombro de la vida y su esplendor.
Sabes que pudo ser.
¿Cuáles serán las excusas para seguir?
No fue la luz y sí la noche fría.
Testigo de su poder
persigues en la noche la noche al fin.

lunes, noviembre 14, 2005

Demencia

Me contabas ayer
la música que ha tomado al asalto tu cabeza
—Iiiri, iiiri, iiiri, iiiri. ¿No la escuchas?
En la pequeña plaza
algunos leves trinos y algún rumor de tráfico.
—No son canciones.
Son sólo ensayos,
como si siempre
estuviesen afinando sus voces.
Iiiri, iiiri, iiiri, iiiri. Cuatro veces,
siempre repetías ese sonido
cuatro veces. —Él debe ser tenor.
A veces sí es una canción... esa de...
¿cómo era...? esa de... angelitos negros
(¿Escuchas, madre, tal vez, a los pájaros?).
—Es un dúo. Él hace la voz alta,
debe ser tenor, y ella le acompaña.
Iiiri, iiiri, iiiri, iiiri.
Siempre he tenido un oído muy fino.
Él debe ser tenor.
Intento dejar de lado esa demencia absurda
las alucinaciones, tragicómicas casi,
en las que me repites
y me repites una y otra vez,
las mismas frases,
los mismos comentarios.
—Iiiri, iiiri, iiiri, iiiri.
Él debe ser tenor.
Inútilmente intento desconectar
ese sonido fantasmal que a ti
hasta parece agradarte.
En balde, buscando tus recuerdos,
trato de olvidar la larga distancia
en la que hoy no te encuentro.
—Iiiri, iiiri, iiiri, iiiri.
(Tal vez pájaros, los pájaros, madre).

Rumbo de delfines

La noche hunde la luz en la diana del silencio.

Bajo la lluvia, a duras penas regresamos
por el camino de ida y vuelta que nos posee.

¿Quién supo, quién sabrá nunca de nuestra lucha?
¿quién de las historias que nunca serán Historia?
No perdimos, no ganamos esa guerra
aunque arrastremos todos sus muertos,
aunque guardemos todas sus fotografías,
todas sus imágenes vagabundas
de cielo en tierra.

La lluvia tiene tu mirada.

Queda el aroma,
la música de cobre viejo y saxofón,
el desenlace de una quimera fuera de horario
y las excusas entre dos sonrisas.

Quedan también, de uno en uno,
los instantes en los que tomamos la vida
como el fuego a la yesca, los instantes del derroche
en la soledad sin límite del encuentro final.

La música tiene tu aroma.

Imposible sobrevivir ahora a esta muerte
—¿qué pozo puede cobijar tanto silencio
incapaz de ser grito?—, imposible sobreponerse
a este rumbo de delfín persiguiendo la estela de tu barco.

Falsos sueños, extraños días, lejanas horas.
Palabras. Sólo palabras. Definitivamente palabras.
Hace tiempo que ya no escribo poemas,
hace tiempo que sólo veo caer tu mirada,
que sólo escucho tu aroma fugitivo. Y aun así,
la lluvia tiene tu mirada y tu aroma es la música
persiguiendo un rumbo de delfines.

Sequía


A veces parece que la escucho
entre sollozos y ecos de un mar en calma
—los ojos tras el velo de la pose
y su imposible caricia, el foco nocturno
sobre el cartel en el vaho, el alud a punto
pero siempre rezagado—
y es una leve interferencia,
el sonido extinto de una radio
con las pilas agotadas.

Si esa mujer lejana existiese,
si fuese algo más que un color desteñido,
tendría el discurrir de este barranco huraño,
de este lugar donde los caballos relinchan
entre polvaredas
y el hombre llora su llanto de combate
que nada colma.

No hay un por qué —dijiste—, sólo mariposas
cerrando un ciclo, mutaciones en espera,
temblorosas letras transitando
hacia un paisaje de nieve intacta
desde la sequedad gris de una boca
cosida por el transcurrir del tiempo.

Keep on rocking

Me dices
que el cielo es verde en La Molina,
que en las alturas el aire se confunde
con el pasto de las reses,
que en el verano de esos montes tapizados
las desdichas ruedan hacia los valles
como si nunca aquel punzón
hubiese horadado los sentidos
dejando una casa vacía.

Que no quieres volver, me dices,
que prefieres reinventar las noches sin fin,
que en la gran ciudad sólo quedan telarañas
y gentes que ya no deseas ver,
que rodarás por siempre, me dices, por Puigcerdá,
donde las calles se comban saludando tu paso,
que aunque ya no puedas recordar
cuál era el nombre de aquella balada de guerra
o cómo se tejía aquella locura de vida,
allí podrás continuar rodando.

Mientras aquí, en la radio,
una tarara con acento extranjero
resuena atascada en el verso del no,
me dices que allá donde estás el cielo es verde,
que el aire se confunde con las montañas y los valles.
Me dices que las montañas
y pienso que este lugar, de repente,
se ha hecho tan grande
que ya nunca será posible volver a recorrerlo.
Me dices, y aunque descarte responder,
un escalofrío antiguo como la noche
asesina mis sueños.

Trazos circulares

Sucede todos los días:
la tarde,
el vuelo de los pájaros,
el sol despidiéndose
esquivando
todas las dificultades.
No sabemos cómo,
pero el hecho es que
todo parece repetirse
una y otra vez.
Como las aves migratorias
en su trazo circular con las estaciones,
siempre transitamos los mismos lugares.
De nuevo llega septiembre.
Sucede todos los años,
inevitablemente.

Obsesión


Siempre quise fotografiar peces tropicales,
vivir en uno de esos carteles publicitarios
con palmeras y solitarios médanos
atardeciendo.
Pero a veces las historias se complican,
se enredan como hilos de un ovillo ignorado
entre la nieve de Chicago y un vuelo a China
que nunca partió conmigo.

Después de dos años de ya no verte,
de construir un mundo al margen del mundo,
de mecerme en el silencio
y esperar la noche como una bendición. Harto
de vigilar paredes y perseguir entre sombras
el movimiento mínimo de las horas alrededor del sueño.
Harto de descifrar el zumbido de los insectos
y los susurros de los amantes lejanos.
Dos años después de ya no verte
este parque vacío está enfermo,
se ha infectado como su nombre. Pero te juro
que haré más ancho el camino, te juro
que terminaré tomando ese vuelo
para encontrarte, lejos de esa psicópata
enamorada que se ha adueñado de tu nombre,
que se ha adueñado de tu aroma. Te juro
que terminaré compartiendo contigo
ese miedo maldito instalado en el abandono,
más allá de este parque vacío vestido de blanco,
frente al Frank’s chili dogs. Más allá de este parque
minúsculo y enfermo, testigo de una historia inútil,
culpable del imposible regreso al antes de conocerte.

Verte de nuevo, cada día volver a verte,
es cierto, a veces las historias se complican,
aunque finalmente nos espere esa escena en el aeropuerto,
entre gente y bultos moviéndose, esa escena
con el piano de Coldplay y The Scientist
donde tal vez sea posible que olvide
que una vez quise ser el protagonista
de un cartel publicitario.

Lobos merodeando

Nada sucede en este lugar
donde los lobos aún merodean la noche.
Nada puede suceder aquí,
entre voces muertas
y sonidos que cercan la memoria.
Nada puede suceder. Nada.
Lo sabe el pasado, lo saben los espejos
en su fondo de óxido y argenta,
hasta esos violines que ahora escucho
interpretando Jumeji’s Theme parecen saberlo.
Y así te veo acercarte, en mitad de la costumbre,
en este transcurrir por el testarudo inventar derrotas
y epitafios sin palabras. Para hablar de ti con nadie,
con sueños como fantasías de esquizofrénico
y un vaso de whisky por compañía,
sintiendo esa distancia cosida a una historia
de fantasmas y copas derramadas.
Para hablar de ti con nadie,
frente a la inseparable ausencia.
Pero también -por qué no decirlo-
para recordar el ardiente tañer del sexo,
el terco discurrir entre la furia del instinto.
Inevitable sexo, también por ti. Siempre,
simple y finalmente, el sexo,
el rito único en el vacío del tiempo. Aquí,
donde la noche duele su desorden
y una certeza se abre proclamando
lo que jamás tuvimos —¿cómo podría
si ni siquiera el temblor lo pudo?—
Tiempo de miseria éste del poeta,
ya lo escribió Valente, ya lo reafirmó Panero
—el mayor de los hermanos— en su casi primer poema.
Otro día, otra noche en los que nada sucede
porque nada puede suceder. Nada.
Otra noche queriendo creer,
como quien para ver cierra los ojos,
que aún hay lobos merodeando sueños.

Constantinopla


Trae la noche un nuevo abismo
y a Chet Baker
—más sobrio que nunca—
deletreando aires
contra un viento ácido
y monoaural.
A veces, en estas noches,
me oigo decir Constantinopla
como si pronunciase
un agujero de relámpagos
en un idioma que no entiendo
y que nunca quisiera entender.
Entonces, cubierto por la clandestinidad
que sólo el insomnio sabe darnos,
mientras rescato palabras oxidadas
de un mundo de extrarradio
y demonios acechantes,
el tiempo es una caja de latón
con dibujos chinos y aroma de cacao
y la soledad es una deriva
irremediable y lenta
hacia un pozo infinito.
Porque de aquel entonces
siempre hace mucho tiempo
y la noche arrecia como un epitafio
trayéndonos un nuevo abismo
y un recado de seguir siendo.
A veces quiero decir Constantinopla
para escuchar a alguien
como diciendo
que es la hora de vivir.

De noches, nieblas y papeles vacíos

Hiela la intemperie del tacto en el aire 
en esta mañana de domingo. 
Hiela la tensión del azul 
frente al marrón informe del suelo. 
Roñoso el lápiz, vacío el papel, 
reescribes palabras que hallaste 
tras las solapas de un libro 
—restos encallados en una balsa, 
supervivientes de un naufragio—. 
Ausentes las palabras, 
en esta latitud unánime y silenciosa 
que acompaña nuestros pasos, 
cuando la tierra calla y espera, 
reescribes aquellos interrogantes. 
Preguntas que suenan hoy a ilusión, 
a ladrido agudo, eco de otros ladridos. 
Preguntas absurdas e innecesarias, 
tan innecesarias como estos versos, 
tan absurdas como esta manera de morir 
que es escribir para nadie. 
Mañana de domingo frío y gris 
recomponiendo noches y nieblas que no cesan, 
restos de mañanas pasadas. 
Mañana de lápiz roñoso, 
de papeles vacíos 
y palabras ausentes.

Los ángeles no tendrán compasión

Tras un día propicio
de nubes invisibles
y conversaciones nocturnas
entre caminos polvorientos
y piedras que cobraron sustancia
encontré un espía en mi cama.
Intento ser sincero,
por eso me decidí a hablar
del hombre que guarda mi vigilia
mientras la nada encuentra una razón
en su sueño de gabardina y marea.
Tras un día propicio
llegó la noche propicia,
miel y gris es el sabor de la música
de sus canciones de sueño y desengaño,
de sus letras ingenuas preguntando
qué ocurrirá después de los fantasmas
y sus besos
y de esas piedras que cobraron vida
para recordarnos
la levedad sin palio de la muerte.
Tras un día propicio
hoy subí un peldaño en el camino de la duda,
un poco más cerca de perder,
un poco más lejos de expresar.
Y así son las cosas
mientras intento olvidar a ese hombre
tendido junto a mí
en el otro extremo de la noche.
Tras el día propicio
llegó la noche propicia,
rotos ya los peldaños de la escalera
de todas las certezas
los ángeles no tendrán compasión.

La autómata



Hay un cristal enorme,
una pizarra negra, abierta
a la plenitud oscura de un cielo
sólo intuido.
Hay un frutero junto a la ventana
reafirmando el color de unos labios
y las elipses de un sombrero.
Hay noche, tras el cristal sólo noche
reflejando las luces interiores,
como si una pista de aterrizaje
suspendida en el aire,
como el espacio detenido
de un tren en vía muerta
trazando la geometría gris del vacío.
Frente a ella, por compañía,
una silla —la posición exacta—
y el frío de una mesa de mármol
y de un único guante.

La autómata de Hopper
—yo te buscaba aquella madrugada—.
Pero no es lo que hay,
no es sólo la tristeza de unos ojos perdidos
en una taza de café,
es lo apremiante alejado de la tiranía
de su envoltorio,
el rostro de una pública derrota,
el vacío de una luz encarcelada,
el extrañamiento de nuestra era.
La autómata de Hopper,
la pintura de un sueño.
Y tú, seguramente,
observando junto a la barra.

Ahora sé
que hay fantasmas que nos clavan sus uñas
y nos atraviesan el pecho
sin dejar rastro.

febrero 19, 2005

Escombros

Es en la edad del hombre
donde habita la terquedad de tu materia
—piezas de recuerdos desvaídos,
pequeños grafos yertos. Lo conforme—
y hablo en ti de lo que nunca fui
y de lo que nunca —ya ves, acabé
convenciéndome— llegaré a ser.
Que huyamos para siempre
—me dices—, que olvide de una vez
a esa vieja ramera devoradora de sangre,
que deje de lado mis certezas frente a la vida,
el desconcierto de saberse siendo
en el desorden de unas letras destructoras.
Que olvide, eso me pides. Olvidar el aire
que apenas alimenta la llama, renunciar
a la búsqueda del límite de la palabra,
asumir que sangrar para la libertad,
en realidad, no significa nada.
Pero juntar sílabas aún, como quien desescombra
ruinas interiores. Y permanecer allí, donde el eclipse
y la señal. Pero aún, porque no olvidar ni saber cómo.
Acaso esta lucidez no sea sino la sombra
de una ceguera ignota, inextinguible.

Llegado ya el momento

Llegado ya el momento
se diría que fue nunca, que nunca
cada correo tuvo su respuesta, que nunca
siguió un mensaje a cada mensaje
componiendo piezas de un rompecabezas
que en balde pretendía descifrar
la cautiva aritmética del enigma.
Teníamos que decir adiós,
aunque fuera para nada —susurros
en el viento, ecos de golpes bajo el agua—,
decir adiós, sí, aunque fuera para nada,
aunque los nombres, como las penas,
continúen naciendo para ser pasto del tiempo,
como los mensajes anónimos escritos a punzón
en las maderas de los parques centenarios.
Llegado ya el momento
tal vez hayas vuelto a pintar, o
te hayas ido al sur del Sur, para
escuchar las olas desde los médanos. Allí
tal vez también, como aquí, de repente,
una canción someta al aire
y su melodía nos recuerde
que el sueño del hombre es el verbo.
Tal vez entonces, sin pronunciar nada,
diga algo tu voz.

Asuntos pendientes

Si tuviera que vaciar
los muebles de mi estancia,
envolver en madera de sicómoro
la niebla de esta selva continua,
si tuviera que nombrar
el ser de mis cosas, entonar
el himno silente y tenaz de mi biografía.
Digo, quiero decir, si alguien
alguna vez lo exigiera
y las excusas de siempre
no estuvieran permitidas. Si el silencio
fuera un micrófono expectante, y la espera
una pléyade de ojos en la penumbra. Si, en fin,
no hubiera otra salida, entonces, sólo entonces,
enumeraría el rosario de trivialidades
que dan forma a mi existencia.
Y hablaría, por ejemplo,
de las palabras azules escritas en el envés
de aquellas postales desvaídas,
o de los colores de plata del poniente
sobre la proa erecta de aquel barco varado
entre las rocas, las algas y las gaviotas.
O, —¿por qué no?— quizás también
me detendría en la trayectoria tenaz
de las hormigas anunciando el final
de todos los veranos, cuando soñábamos,
en la quietud del jardín,
con deshojar el confín de la palabra.
Y, sí, seguramente olvidaría
aquel tiempo en el que crecer
era una sombra de cañas cubriendo el sol.
Y, tal vez, tampoco mencionaría a los que nos quisieron
—o eso pensamos—, ni a los que quisimos
—o eso pretendimos.

Lo mismo que la espera inútil, entre un mar de sargazos,
de unos transeúntes perdidos en un hangar de ballenas,
lo mismo que la muerte permite al sol girar con los elementos,
vamos liquidando asuntos pendientes
en esta resta incesante que llamamos tiempo,
en este restar continuo que llamamos existencia.

In the mood for love


Un violín cabalga la noche
sobre un pizzicato
a ritmo de patinaje sobre hielo.
Rumores de tráfico
y gentes paseando. Y el silencio
que pasa sobre todos los días
como un cartero sin rumbo.
—Nunca seremos como ellos—
El apogeo de un rostro subalterno
busca una luz más acá de esta fosa
donde la lluvia asfixia
el sonido desolado de la nada.
—No quiero volver—
Sólo un instante hecho estatua ardiente
eternizando el recuerdo.
Pero también
un bolero con acento extranjero
resonando
en el escándalo de las sombras.
—Los años no pasan en balde—
En las tinieblas de lo inmóvil
juegas a expropiar el aire
lanzando tus boletos al viento
mientras el futuro pasa de largo
sobre la prisa de Valencia.
—Quizás, quizás, quizás—

La respuesta

¿Qué querías?
Siempre lo has sabido:
el tiempo está hecho de arena.
¿Qué podías creer? Después de todo
posiblemente terminemos haciendo
lo que todo el mundo. Pero tú…
¡Ah, sí...! querías preguntar
qué quedó. Después de tanto
y tanto, después de lo que diste
y te quitaste, de lo umbrío y lo cóncavo,
de lo que enfrentaste a la luz y a los espejos,
preguntar qué quedó.
Pero algo sí pervivió. ¡Acuérdate!
recuerda aquella playa,
las tumbonas y sus sombrillas, cuando
la arena no era el tiempo. Alguien
que te esperaba, que te está esperando
todavía. Un pintalabios se diluía
en otra humedad, desandando roces
que nunca explicaron por qué nadábamos
siempre en la misma dirección.
Si pudiéramos —te atrevías a decir—,
para concluir siempre con ese terco
“es demasiado pronto”. Déjalo —te contestaba—,
los árboles esperan, siempre esperan.
Los árboles son la espera. Pero tú,
por favor, no dejes que el frío me venza
otra noche.
Vislumbrada la orfandad
tras la ruptura de la mañana,
cuando únicamente resta actuar,
inútilmente quisieras dar un solo paso,
caminar inseguro, al fin,
frente al presagio púrpura. Pero, tal vez,
aún desees, después de todo,
una respuesta. Sólo se me ocurre decir
que quizá únicamente quedó
lo que somos.

Una deuda

Hay un instinto de la noche
—ahora que la luz va secándose
hasta la niebla de un murmullo en la penumbra—
donde ponemos a escurrir nuestras dudas
y entornamos los días que nos persiguen.
Estudios de castellano en el estío de Valencia,
donde La Puebla es un pequeño Miami sin tiburones.
La vida como si nada y encontrarte en aquella playa
—tu mirada de pecas y aquella amiga tan alta—
dos a dos para concedernos un tiempo de prórroga.
Las callejas del Carmen, junto al mercado de Mosen Femades,
sin solares, son la sombra responsable que nos cobija.
Y la cerveza es mejor y más barata.
Me resistí a ayudarte, a comentar aquel poema,
ese trabajo de clase, —debo subir nota—.
Ayudarte a imaginar qué demonios querría transmitir el poeta.
Tan sólo cinco minutos para cuatro frases abiertas,
polisémicas, sobre un final de descubrimiento
y ventana ancha (ahora me pregunto
sobre qué o de quién sería aquel poema).
Cuando te vayas me enviarás cartas
con fotografías polaroid de Stephen Stills y Jimmy Connors.
Yo te contestaré describiendo la portada surreal
de aquel álbum de Al Stewart con Clifton en la lluvia.
Los espejos que han nacido de mis sombras
buscan un país más lejano, pero posible,
como lo hacen las conchas
en su movimiento vibratorio
mientras sucumben en la orilla
junto al cuarzo mínimo y la espuma.
Nunca sabrás que estoy saldando aquella deuda.

Echándote de menos

Desposeo lo que soy,
este inasirse frente a un espejo de vestigios
en busca de ese amante sin vértices
que es la palabra, la incesante muda
hacia esa prisión sin rostro
donde no sueña nadie.

Tú y yo en el tedio renovado, tú y yo
ojos de censura y nunca,
haciendo una escala de rutina
en el desván del pasado,
entonando canciones de campamento
y tuberculosis
frente a este borrador de silencio
que es la lluvia.

Desposeo lo que soy,
por eso me agito
entre rostros de ceniza y arena quemada
e intento un poema de amor.
Por eso te invento
y, aunque no te conozca,
te echo de menos.

Nubes

Este saber
y esta cadencia de vértigo
que crece y se eterniza.
Esta incandescencia inútil
de dos o tres nuevas copas
vaciando destierros. Me estremece
esta culpabilidad antigua de respirar
al borde de la derrota. Espacio
de arena retenido entre tus manos. Aire
y agua corriendo, a solas, pisoteando
sombras y tierras, por encima de todo
y por todo.
Este pensarnos
en cada hilacho lento, en cada
sostenerse hondo. Y el sueño alto,
inimitable, entre limbos y sendas
donde no hay memoria. Y el grito
desvaneciéndose como un río sin huesos,
más extraño que nunca, cuando
la vida era blanca y el planeta
azul, durísimo, como una caricia.
Nubes.

Nunca aprendimos

Poseía una escarcha creciente
preñada de siempremuertas
y unos huesos de holocausto invencible
que reflejaban las tormentas y su luz urgente.
Poseía una casa en mitad de ella,
con heliotropos gigantes
que echaban de menos el norte
y sus oscuridades.

Más gris que nunca más, y acaso verdad,
hablabas de ti
y quedaba la voz desnuda y sucia
como la espuma sobre el asfalto,
como la estéril repetición de un spot
que evocase subliminales huidas
o soterrase los escombros
de una tarde de domingo en desbandada.

Hablabas de ti
como si huyendo hacia fracasos
que nunca habitamos. Nos equivocamos
—lo supe mucho más tarde—
buscando la lucha de tus sábanas
con la excusa de la noche fría,
cuando los espías de tu mente emergieron
para cerrar el blanco de la última ventana.

Tanto amor, cariño, y no cambiamos.
Tanto y tanto temblor y nunca aprendimos.
Tanto amor y ni siquiera supimos
regresar a casa en la noche presentida,
en aquel relente tullido, cuando los crespones
se hacían fosa común, escarcha creciente,
enredadera siempremuerta.

Respuestas a ninguna parte

Tal vez sea el coñac,
o la lluvia que cae sobre este parque
sin principios,
o el desamor que roza el después
y confunde la costa con París,
donde la soledad era un idioma sin turistas.
Tal vez sea el te quiero,
que suena a desconocido
en esta tarde de peleas sin mañana
entre luces, nubes y niebla,
pero el piano y la copa parecen saber
que no habrá mejor
ni después.

Alguien debiera, en esta escarcha cercana,
en este espacio que se nos va sin piedad,
saber de pasión y tiempo. ¿Qué importa si ya pasó
si la ilusión es algo inalcanzable?
Me quedo en la esquina de lo no posible,
me quedo en el lugar de lo inconformable,
en lo inabordable de los pasos a contraluz,
me quedo en el vértigo de lo que quedó,
en la ilusión del blanco desamparado,
en el infinito de lo que uno quiere
enfrentado al azul de lo que no quedó.

Entre el octavo y el noveno piso,
allí nos encontraremos.
En este gravitar que nunca escucha,
rozando el espacio hacia ninguna parte,
buscando otra oportunidad a la existencia,
como si no supiéramos del movimiento
en círculos perfectos
de este universo
que va dejando estelas de nada
en su cuenta atrás de silencio y marea.

Quiero decir

Está la luz dormida
y los venenos despiertos,
será que tememos encontrarnos
en la certidumbre del alba y sus secuelas.
Pero no es eso: quiero decir
que están los andamios guardados
en un rincón de la alacena,
que en el fondo nada hemos cambiado
y que los gritos siguen llegando muertos
porque se endurecieron los tímpanos
de tanto clamor sin respuesta. Pero no,
no es eso, no: quiero decir lo que no seremos,
que, al fin y al cabo, ya es tarde,
que en balde intentamos escapar de esta vorágine,
decir que siguen con el engaño
de mostrarnos un punto fijo
en este continuo moverse para permanecer.
Y no es eso, quiero decir…
quiero decir que se me acaba el espacio
y no era eso, no, donde se encontraba el poema
y ya no hay tiempo ni posibilidad de regreso
para darle a la vida
otra vuelta.

Lucía en el silencio

 

Lucía en el silencio con diamantes,
rápido, hacia ninguna parte,
con veinte poemas sobre la espalda
y un arco iris en la frente,
diciendo que ése no es el camino,
y la luz del frigorífico muriendo
en un óleo de Klimt, donde una libélula
busca la fe de tu destino azul,
o la luz, una y otra vez, desvaneciéndose
entre cajas de cartón, descubriendo
a Venus con una linterna y un violín.

Qué prometer, Lucía, si te quedas,
qué sonrisa, qué día nuevo, qué árbol de pájaros,
qué oscuridad de estrellas y elegidos.
Para que no te vayas, Lucía, qué prometer,
qué hacer para quebrar el silencio y apartarnos
de este espacio de nada que cerca la nada.

Lucía en el silencio con diamantes
hacia ninguna parte.
Cuando al fin ya eres el fragmento de ti
que era otro, te preguntas si acaso tus palabras
fueron entonces fantasmas de la costumbre,
o si el brindis por lo que no será,
por lo que nunca fue,
habitará alguna vez la casa del misterio.


jueves, noviembre 10, 2005

Klimt revisited

Cada vez que tu memoria olvida
necesito inventarte
para sobrevivir.
Antes de aproximadamente nunca,
tanto como volver a ser estatua
o cuadro verde de arcilla escarchada,
necesitaba tu nombre arganel,
tu mirada argente de labios tristes,
tu cuerpo esférico de cavidades
irredentas regresando al azul,
midiendo la distancia a tus estrellas.

Así los ángeles soñarán verdes
al óleo de Klimt
en aquella granja, junto a ese río
donde no podría ser. O sí acaso.

Y ya nadie preguntará por ellos.

Algo verosímil

He de hacer de esto algo verosímil.
Diré entonces
que la balada que se cuela
desde el otro lado de la terraza
es una vieja desconocida,
una música escuchada una noche
de carretera y radio cerradas, de regreso a casa.
“As only a woman’s heart can know”
repite una y otra vez esa voz suave —mi inglés
sigue siendo una parte esquiva de la noche—
Terminaré creyendo esa cantinela. Me pregunto
si acaso la mayor parte de lo que creemos
no será fruto de una repetición
despiadadamente programada.

Hacer algo verosímil
del lugar de la cita con nosotros mismos,
de este territorio alejado de lo absoluto
y de los axiomas.
Algo verosímil, tal vez
el tacto de esa serpiente esquiva
que es el tiempo, o la ansiedad de almanaque
de aquellos bancos donde nunca esperé,
o el viento de púas golpeando el rostro
de aquella esquina vencida. Sí,
finalmente parece ser cierto,
cuando escribes no duele.

No estás

La iglesia de Ceske Budojovice
en la incandescente tarde de los vivos,
entre Cesky Krumlov y Praga.
Su torre separada,
el frescor del umbral, el hedor
de las flores corruptas
bajo la imagen de un via crucis,
y ese joven
sentado en un banco, cabizbajo, orando
al otro lado de todos y de todo.
También el desamparo.
El desamparo es saber que no estás, es
no lograr hallarte en esta iglesia
ni en la sinagoga de ayer
ni en ningún otro lugar.

En tu búsqueda, ayer
levanté la piedra y quebré el leño,
hoy, en esta iglesia, como ayer,
junto a ese silencio cabizbajo,
sólo hallé desamparo.

Miserere

Hoy parece como si todo se agotara. Se agotó
la leche, se agotó el agua fría, se agotaron los misereres.
Hasta Paul Schwartz parece agotar la música
repintando corales y arias, como si todo se agotara.

Tal vez intente decir que debieran existir otras razones,
otros argumentos para justificar este vaso vacío,
este continuo arroparse de noche
mientras nos asentamos en la comodidad del carril
y del pedaleo siempre a rueda,
en la estúpida e insostenible excusa
de que lo lejano nunca será mejor.

Nada precede a esta ceremonia
en la que el pájaro se hizo jaula.
Todo se agota. Sí, puede ser. Tal vez por eso
nos parezca imposible seguir aquí,
recomponiendo
las ruinas de lo que nunca fuimos.

Nadie puede salvarme de mí.

8 a.m.

La mañana vestida de gaviotas
empuja las sombras de los que nos precedieron
a una estación de trenes silenciosa. Dicen
que allí todo sobra. Pero ahora es junio
y la buganvilla regala su carga violácea
mientras el viento de levante tempranero
te hace buscar la precisión que no existe.
Lees el periódico. Amenaza sol.
Te lamentas por lo que nunca dejarás
—las lentas gaviotas parecen detenerse al fin—
Es cierto, no hay misterio ni confesión
mientras nos vamos yendo. Nada
que no supieras ya. Sigues con el periódico.
Un viejo profesor, indignado,
rompe una lanza en favor de los hermanos maristas
justo antes de ser cesado. Es junio
de recuerdos no compartidos y este principio
del verano parece como si su fin. Cualquier día de estos abandonaré este lugar de habitantes anestesiados. Cualquier día de estos
yo también tomaré mis armas
para salir en defensa
de aquellos padres escolapios.

Nada

Nada nos espera,
o eso al menos dicen
las letras de las canciones,
y repiten, como salmodia,
los más listos
de las tertulias radiofónicas.

Seremos —como en las palabras del poeta— ceniza,
o abono, o pasto cíclico para otros seres.

Las cuevas de Qumram y la mecánica cuántica
terminarán engullendo lo inculcado,
borrarán cualquier vestigio de aquel credo
escrito a golpes de memoria y sinsentido.
Se agota el hielo en el vaso
y con él nos diluimos
desnudos, al fin,
de infiernos y paraísos.

Aunque —quién sabe—
quizás antes del humo y la ceniza
podamos escoger el vertedero;
elegir tal vez la lenta combustión
o el fuego de una pira festiva; o —por qué no—
optar por la estrella fugaz que en las noches claras
aún engañe a los que no escuchan esas canciones,
ni a esos listos de la mecánica cuántica,
ni a los estudiosos de las cuevas q
ue no cesan de repetir,
como en una salmodia,
la negación que no espera.

Último afán

La lluvia entrega un gris herido a la tarde,
la estercola en su cruce de frío
y cables
tiznándola de un balbuceo triste,
como una sonata lejana
que tornase cada vez más concisa
y transparente.

Inmóvil,
en este último cualquiera
en el que la ciudad esboza un paréntesis
frente a la tarde y el aire, respirando
sin saber qué sierpe podrá aguardar
tras el río que nos estira por tanto paisaje yermo.

Inmóvil ante ti,
arrojando los dados de una postrera jugada
en este último afán que se opone al día
casi hasta lo que no eres,
amor
en su perfecta mentira.

De barro

si el verso como el hombre
no fuese de cristal
sino de barro
(León Felipe)

De barro el verso,
como el hombre,
de agua y tierra copulando,
no de cristal ni de cuarzo,
del barro del camino
que nos camina
a golpe de madrugadas.

Nosotros,
siempre en la rueda,
subiendo,
siempre en la rueda,
bajando,
siempre errando. Y la vida corriendo
como llanura que recuerda
aquel tiempo viejo
de la altura y la batalla.

De barro el verso,
de oscura esencia la tierra,
no de oropeles ni de luces,
como el hombre,
vencidos los caminos,
cerradas las ventanas,
enterrado el verbo.

Tu regreso

Un día como éste,
tal día como éste,
descendiendo
l e n t a m e n t e,
como la luz
hacia el profundo invisible.

Así también tú.

Pero nadie en el tiempo
y su línea,
nadie ocupando el blanco-nada
que tu espacio-aquí textura
y es anterior,
extensión sin signo,
error inexplorado.

Cuánto tiempo
y no poder anular el sentido.

Cuánto tiempo
innombrable
y no poder evitar
el deseo, la angustia
de esta espera sin idioma:
tu regreso.

Suspiros de España



Compartimos una inclemencia desatada
que señala pájaros marinos y flechas eléctricas
y se ríe de sus vestigios —¡ay de mí—.
Pretendemos arribar a un puerto lejano,
a una morada entre el océano y el sol
donde los surfistas eternamente cabalguen
interminables olas.

Si tan sólo fuera posible que aún lloviera,
que aún pudiera llover en Brest —pena mortal—
como si no hubiera río que pudiese contener
todos los cadáveres que sus aguas arrastraron.

Que aún fuera posible negarlo todo,
inventar un orden sin filas —pena mortal—
ni rincones enfermos de temblores e inquietudes;
que aún pudiéramos, como metal, polvo
o sombra inmóvil, pronunciar tu existencia.

Pájaros eléctricos, extrañas flechas enroscadas,
como tú, que eres nunca en mi pasado, nunca tú,
—¡ay de mí— ni tus banderas que no cesan de ondear,
a pesar de todos los muertos que quiso su poder.

Horas vacías

La tierra,
su nunca visto después,
la reunión festiva de la materia
y la extensión de la altura.
El punto azul
navegando
órbitas encadenadas
tras la petrificada luz
de un gigante rojo.

Su reparto de calor
a paladas de injusticia.

Pesa la vida
en este recodo de la tarde,
entre palabras prestadas
contra tanto tiempo vacío,
sumido en la urgencia
de la búsqueda
tantas veces repetida:
¿dónde estás poesía?

Recuerdo de un naufragio

Era un bikini negro y un ángulo obtuso con vocación de recta. Era el pelo corto y los pequeños pechos de cera y la mirada incierta dominando la arena. Éramos todos y ella la única, consorte del rey Creole, removiendo los rumbos contenidos.

Se llamaba Isabel.

Terminó casándose con un tipo de uniforme que pronto, muy pronto –nunca conté los meses–, le hizo un hijo y se la llevó a Murcia. Aún recuerdo la última vez: terminaba el verano y los estudios enfocaban una universidad por decidir, paseaba por el Parterre, el recién nacido en el carrito, la blusa blanca, la transparencia del contraluz y la humedad de la lactancia. No logro recordar el fingimiento, la conversación sin sentido que acompañó aquella última representación.

Como un naufragio silencioso que se resistiese a arrojar sus restos a la costa, tampoco logro recordar la parte de mí que dejó de ser aquel verano.

Hierbabuena y leche

Dijiste
cuando la nieve era eco de luz
y después;
cuando eras despacio
y pleamar esbelta
sin sollozos ni espigas;
cuando acercarse era caer, pisar
hierbabuena y leche.

Dijiste
en la latitud de esa noche
—todo en su sitio, todo por ser—
cuando mi avidez, lentísima,
era un futuro a golpes de género,
ahora y muerte.

Conoceremos
otros nombres, dijiste.
Será tarde,
será en vano, te dije
cuando la nieve.

Noche en tus pasos

Está vacía esta tarde
de sirenas giratorias.
Hay noche en tus pasos (Y.M.).


Vienes
como un lamento blanco
en el instante del sonido.

Traes
un muro de aire,
el recuerdo de un camino
de mercurio y láudano.

Regresas
de un viaje sin nombre
a libar lo indescifrable.

Llegas
a mi frío
de sirenas giratorias,
sólo para cambiarme.

Williams - Beuren

La tarde es un rastro azulado
de pájaros
hacia el círculo polar
mientras abandonamos la ciudad.

Con una incomprensible fortaleza en la duda
abandonamos el rumor
de mil conversaciones al vacío
sobre tu inexplicable talento musical
y la herencia que alteró unos cromosomas
para dibujar tu rostro de gnomo.
Dejamos atrás
el incesante tañer reciclado de escombros
hechos sombra y morada, atrás
el asombro impertinente en los ojos, atrás
aquel lugar donde es posible permanecer
por siempre en los ocho años.

Abandonamos la ciudad
hacia el círculo polar,
con los ruiseñores muertos en tus manos
y la incertidumbre de la ebriedad sin don.

Eternamente anunciamos tu vida
pero no vienes, Señor, no vienes,
y la cabeza es una traviesa de vía férrea,
el soporte inmóvil de una aventura sin continuación.
Porque no vienes, Señor, no vienes a ver
lo que no acontecerá en su cerebro, su cerebro
eternamente anclado en los ocho años.

Anunciamos tu vida
y no vienes, Señor, no vienes
al lugar azulado
donde será más cierto
aquel dolor.

Entropía

Jueves endomingado
al borde del teléfono.
De nuevo en el progreso hacia la destrucción,
hacia la guerra perdida que nos luchan.
Cuatro vueltas a la llave.
He dejado mi casa
—esa ducha con aroma a frutos del bosque—
sobre la mesita de noche, junto al sabor triste
de tus manos
sin retorno ni adjetivos.
Una habitación pequeña de un pequeño piso
que partimos,
espacio inútil para separarnos
y no ser sal.

Abril vendrá,
con su resolución de viento arenoso
y algo menos de lluvia y ceguera. Pero ahora
desciendo a la sombra de tu prohibido aire,
a la sombra de luna que perseguimos entre gatos. Y crezco
como humo de residuos al borde del teléfono, crezco
buscando el frío o la destrucción sin retorno.
Son las reglas. Y dices que lo deseas
con toda el alma —aunque no—

Abril vendrá, pero ahora
tienes que volver,
antes del big crunch, volver,
antes de la transparencia de tu sangre
y de las palabras adecuadas. Volver
para ser un segundo más,
apenas un segundo más
en esta carrera
a la entropía.

París otra vez



París otra vez, pianista
en un burdel,
ardiendo en la pobreza que nada pide
y ser confidente y amante
de todas las putas. Otra vez París,
en un burdel, y es enero
y todo es piel sobre piel,
ya no sino como acorde disonante
en la sonata imperecedera de la muerte.

Ésa es la canción por la que
nunca te conocerán, si no fuera
porque siempre terminas con ese
¡Oh María! delator,
preguntándote qué fue de vosotros,
esperando que sea feliz sin ti. Y quizás,
de repente, su cuerpo sobre tu cuerpo,
como la nota sobre el acorde
en un solista suicida.

Otra vez París
amaneciendo, más roto
que ese roto agreste de su espalda
huyendo de las aguas, ahora que
diez metros de un imposible pasillo
y una puerta cerrada te protegen de ti.
Ahora que los dos sabemos
que la belleza es una prisión del tiempo
espero que, al fin, ¡Oh María!, seas feliz.

Cuatro de la mañana,
París otra vez,
cuando todos los caminos conducen a la soledad
las cartas que escribes
ya no pueden ser en tercera persona.
Porque el amor eras tú, ¡Oh María!,
todas las noches que tenías compañía
todas las noches
que nunca era yo.

Cuídate

Quien justifica la vida es la muerte,
no ese ir y venir bullicioso y torpe de la gente
en su inútil afán de escapar de sus malas cartas,
como si aún fuera posible salvarse,
como si para el tigre fuese una opción no matar.
El silencio no es el sueño inclemente que nos vela,
es la despedida, repetida como una cantinela
que nadie se atreve a entonar
pero que siempre escuchamos.
La despedida rauda, automática,
pronunciada en cualquier esquina,
cuando el frío nos urge
y las sílabas corren en desbandada.
Cuídate.

Quien justifica la muerte es la vida.
Y entonces aún es posible no romperse,
y soportar con tripas de cartón y piedra
dos o tres telediarios más, con mayor y mejor tiempo
para los que nombraron a los que nombran.
Y aún así, quizás hoy, todavía, tenga significado
el apareo inmóvil de las primeras estrellas,
el primer soplo de la iglesia primitiva,
el verbo inicial que una y otra vez habla
de los cuerpos que nos restan hasta la meta,
la salvación de los que esperan
en la intemperie de esta casa vacía
desde la que algunos idiotas
aún se atreven
a alzar la vista.
Cuídate.

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Dos inviernos ya desde tu mirada
en el pueblo artificial. Dos inviernos
desde tu atalaya de foco y cristal
presidiendo los secretos y las victorias.
San Google al fin, y buscar tu rostro
de pecas imantadas, tu pelo corto,
tus ojos de inocencia recién consumida.
Esas pecas... ¿serían artificiales también?
Y tu nombre, ¿cuál sería tu nombre?
¿te llamarías Karolina, o Daniela, tal vez,
o Ingrid, o Gisele? ¿vendría tu apellido
—como el de esas modelos imposibles—
del inevitable frío?
No sé por qué te recuerdo ahora, Karolina
—ya ves, necesito inventarte un nombre—,
ni por qué escribo sobre tu mirada
acompañándome en la soledad del verano,
cuando las calles rugían con peso de plomo.
Pero también ayer, con abrigo,
cuando era tiempo de apresuradas compras
para seguir en la rueda de nadie.
Tal vez escriba porque necesite creerme
lo que desde tu observatorio artificial,
edificado sobre un espacio artificial, prometes.
Lo que continuarás prometiendo siempre,
desde el fondo de las estaciones
que discurren sólo detrás de tu cristal.
Tu absurdo triunfo. Mi derrota.
Lo que sabes que necesito.
Lo que los dos sabemos que no existe.

Me dices que ya no



Me dices que ya no,
como si todavía nosotros, en los últimos
rescoldos de la luz, fuese algo más
que un desierto enloquecido. Que
más y mejor ya no es vida, mientras
esperas el frío protector, el tiempo surreal
en que los tenores aún son derrotados
por el amor. Cómo decirte que duele
seguir buscando en un gran agujero,
que no vale la pena hacerse trizas por
saborear la melodía agridulce de un sexo,
que preferiría olvidar ese temblor inútil,
la orgía silenciosa en la que vinimos a envejecer,
ese lugar que, entre palabras que nos arropan,
pretendo dejar de lado, sólo para no multiplicar
la intención de encontrarme
en cada latido.

Arriba o abajo

Pensaba en aquella mano,
en la urgencia sin sentido para nada,
como si algo pudiese cambiar lo posible. Pensaba
en encontrarnos arriba o abajo, acompañados
del pentagrama a la carta que construimos
entre partidas y respuestas disipadas. Terminará,
arriba o abajo, y nos dará igual. Volveremos
a escuchar nuestros pasos hacia nunca, o hacia ti,
o hacia abajo. Qué más da si esa mano es una fantasía,
una ayuda ficticia perdida en un libro de autoayuda,
este viento se lleva todo el otoño
en la lentitud seca de sus absurdas hojas.

Esquinas carcomidas

Hay un niño esperándote,
entre un vuelo de libélulas,
en el mínimo espacio desgastado
de un pupitre de metal y madera.

En la esquina extraña y cómplice
que la recreación del espacio
y su velocidad preservan, hay un niño
que levanta su mirada para encontrar
tu imagen vertical y su contorno
de puñaladas certeras.

Hay un prólogo oblicuo
de noches tartamudas y uñas mordidas
donde un niño te espera,
un niño que no sabe del dolor absurdo
de habitar las yemas de la vida
en los ordenados párpados del tiempo.

viernes, octubre 28, 2005

Un futuro

Habrá un futuro
y será nuestro,
un futuro oscuro
que parecerá nunca abrirse,
como una noche en desorden
o esas horas atascadas
donde los niños arrastran siempre
otros cuerpos.

A pesar de que el sonido
nunca acompañó nuestros pasos,
vendrá un futuro
donde olvidarás
la triste rigidez de las pastillas
en mis manos. Un futuro
donde no habrá nada
que pueda enseñarte
más que ilusiones, trucos
para continuar pareciendo vivo.

Más allá de los cometas y la fe,
vendrá un futuro
y será nuestro,
como un silencio no pronunciado, como
un prófugo de trapo taponando la puerta.

Por encima de los gusanos que nos rodean
y sus reglas y ese metro y medio
de tierra hasta la niebla, vendrá un futuro,
habrá un futuro, tiene que haber un futuro
que sea nuestro.

Visitando a los esenios



Te vi en el Monte Tabor, en Qumram,
visitando a los esenios. Un niño
en el lugar donde nadie había nacido.
La estrella de cinco puntas ceñida a tu frente
y el candelabro de pequeños cirios en la mano.
Nunca fuiste uno de ellos, pero eras el primero
en el orden establecido, en el orden del espíritu.

Allí, rodeado de los que se apartaron de la vida,
de aquellos que convertían el conocimiento en sabiduría,
escuchaste consignas de amor; te hablaron de la igualdad,
también de la razón y de esa unión que más tarde
hicieron suya los mosqueteros de Dumas. Allí,
tras la Cuarta Iniciación, conociste tu destino,
la misión de muerte y vida de tu escenario terrestre.

Ahora, en esta latitud de noche cerrada
donde los ojos olvidan su razón,
cuando la palabra ya es ayer y el tiempo
cedió su significado a la liturgia,
se hace difícil discernir, saber si eres tú,
o si será ese otro que pretende engañarnos
y seducirnos, alejándonos.

Y en cada surco agua y carne tu palabra,
dolor de arena radiante que, oculta, aguarda.

Desafinado

La estancia que me conoce
está en el este, espacio
donde el agua se hace duna
y el aire gira sobre el azul.

Llevo una carga de historia
que habla de mar antiguo,
sin dueño, lleno de diablos
y duendes
que no me pertenecen.

Vengo y voy hacia la nada, límite
donde arrastro un idioma que se
resiste a copular y pare sirenas
desgraciadas.

Mi mirada atisba infinitos acordes
desafinados
que cierran todos los horizontes.

Tengo una armadura que limita
hacia el norte con la noche,
donde no cesa de gritar una ilusión
que no sabe de amaneceres.

Palpo tu cuerpo en la oscuridad,
caballos salvajes que me dominan
y me hablan de una libertad ficticia
que chirría y busca tu vacío absurdo
en la estancia que me conoce.

Celebración de entonces



Nunca logré entender
la niebla que, caracol, nos soterra.
O quizás tampoco
la espera de los tinglados,
las montañas azules
detrás de las montañas,
el lugar donde no siempre
eras de limo, o metralla en mis huesos,
o galerna de otro. O quizás también
y a pesar de las palabras
y todavía entonces
y por eso
la guerra impasible,
la inútil desolación
cuando intento volver al que fui
o al que nunca he sido
celebrando tu cuerpo.

Hablábamos de fractales

Hablábamos de fractales,
de la propagación del sonido
y de la luz —¿onda o corpúsculo?—
Paseábamos por el parque
en la noche hinchada.
Hablábamosde una gravedad sin peso, del sonido
de las flautas y del rozamiento.
¿Acaso nos atreveríamos a morir por
un desafío que no entendíamos?
Hablábamos
como si en una despedida,
una vez más rozando el abismo. Hablábamos
pero no de aquello que dejó de ser, pero no
de la soledad tallada o de las flores del miedo. Dime:
¿éramos nosotros o era el parque, la noche
evanescente, lo que arrastraba la sinrazón?
Hablábamos de fractales, de luz y de sonido,
nos preguntábamos
porqué el número pi
decidió inventar el mundo.

Aroma de hospital



Déjame soñar
los humos enfermos
del sentido,
sin gabardina,
como si los amantes supieran
en pretérito
de las garzas en el jardín.
Volvamos al pasillo aséptico,
a ese camino en el que
nada queda por hacer,
ni por decir
contigo;
al lugar blanco
donde los extraños
sólo están
y el aroma a formol
impreciso
renueva
a cada momento
su turno.
Regresemos allá
donde el terrazo
no cesaba de rugir
que pudo haber otro suelo
mientras señalabas
el color del no.
Déjame soñar
que regreso
al territorio hostil,
irreal como una sombra
donde amaneció
un amargo aroma,
algo prescindible,
que ya nunca
abandonó el banquete.

La casa de los conjuros

Esa noche convocamos a los espíritus.
El lenguaje eran signos de penumbra
fondeados en el vinilo.
Pero no hacían guardia las horas
ni mencionamos palabras con olor a musgo.
Había una historia íntima que nos aguardaba
—más allá del frío y la terquedad
que sólo sabe la noche traicionera—
como una trinchera minada.
Temblamos ante los gestos vírgenes y
los oros de los rizos ocultos. Cruzamos
una frontera invisible y sin destino. Lejos,
la escarcha de las sábanas lisas y la
inevitable huida hacia la realidad.

Luego fue la paz ficticia de los calendarios,
palpar tu mirada ceñida a un escuadrón de escombros,
para ya no susurrar venganzas.
Nunca fue lo mismo.
Nunca volví a la casa de los conjuros.
Ni siquiera recuerdo el nombre de su dueño,
ni el de las cenizas que allí se consumieron.

Grúas vagamundas

Me acechan las grúas de Valencia,
su presencia callada de vigilia,
su torpe rigidez que quiebra el horizonte
y esa esencia de atalaya transitoria.
Y me sonríen,
mientras sus perfiles de industria antigua
me relatan historias sobre amaneceres porteños
y cargas que nunca llegan a su destino.
Entonces soy una estatua más
que aterriza en esa selva anunciada,
en este amanecer de Valencia
en el que me construyo un amor a la carta
e intuyo lo que sería acercarme,
como un repartidor suicida que se escapa
y llama a tu puerta en un agosto navideño,
en ese agosto austral imposible que te refleja.

Inevitablemente dioses

Nunca sabré cómo, pero ayer
descubrí que en tu nombre
la rosa iba de la mano de la sal.
Tal vez fue la paz esquiva del olvido
o mi despertar inmóvil en tus arenas blancas
junto a la serpiente kundalini. Quizá
fue una revelación, o un murmullo de ese viento
que mecía tu sueño. Quién sabe.
En esa costa de luz y oscuridad
que confunde al mundo creamos
y destruimos. Pero también
fuimos dioses, materia compuesta
de cenizas de titanes; supervivientes
prenatales de una catástrofe celeste
que nos condenó a vagar doblando esquinas.

Inevitablemente dioses,
ignorantes cámbaros sin rumbo
que buscan la paz en el destierro interior.
Nada nos fue dado,
y sin embargo
concluimos el día
contando sílabas.

Sin perdón

Tarde. Últimamente siempre llego tarde.
Hoy ha sido la lluvia, los atascos,
las prisas por no mojarnos —¿por qué
nos preocupará tanto mojarnos?—
En algún momento espero darme cuenta
que no es necesario llegar, que no sucede nada
si nos mojamos, que la pérdida de tiempo
no es algo tan grave. Tal vez entonces descubra
que la locura es dejarnos llevar por la inercia,
la distancia, el transcurrir de las horas. Quizá sea
adictivo, pero mi cicatriz no llora ni lee esquelas,
porque yo también rompí las cartas olorosas,
aunque sigan allí, sin evasión posible, sin tiempo
ni edad que declarar. Tal vez por eso, de vez
en cuando, un poeta loco me lleva por delante,
sin perdón. Tampoco es casualidad que con la lluvia
las ilusiones perdidas
y aquellas cartas
florezcan.

Sin remedio

Después de la sed amarga,
de los sonidos negros, de despertar
el último rincón de la sangre
y agotarlo en el giro donde todo lo extinto
espera. Después de desarmar
las construcciones y los títulos
que nada explican, de escalar el llanto
y dar paso al viento y al amarillo definitivo.
Después de adorar el límite de la herida
dejando que las formas se hicieran imprevistas,
de ver morir lo que hoy bautizamos
y nombrar la emoción y no saber si, por fin,
nos definimos. Después del mármol y la sal
de los momentos nuevos para nuevas lágrimas.
Después, después, después
—lo sabes, para qué mencionarlo—
lo que no me diste, nunca podrás
dármelo.

De balde

A pesar de nuestra finitud nos sabíamos
culpables del mundo. Supervivientes en tránsito
de una evolución refractaria que entierra
sus preguntas en la certeza científica.

Pero allí afuera crecía nuestro cedro. Y a cada metro,
un fogonazo certero nos desvelaba
un fragmento del mundo más allá de la curva.

Salimos de puntillas, con nuestra impasibilidad
de actor secundario —triunfos de tahúr
en el cajón, lucidez de locura en la mirada—
a seguir, por fin, nuestra propia pista.

Pensábamos que era gratis, de balde,
pero cada camino que tomábamos
nos alejaba de otro. No daba igual,
nunca dio igual. Volver sobre nuestros pasos
nunca fue volver atrás.

Las buenas intenciones



Esos trenes impresionistas
saliendo de la estación,
la luz tamizada y sus lagartijas,
el humo a ras de suelo
clavando tu cara en las púas
del viento.

Enero es eso; también
la resaca de las buenas intenciones,
de los planes y las dietas. Y los carteles
de rebajas y el tráfico lento
en las tardes llenas de bolsas.
Y ese vagabundo de cartón y parque,
hoy un poco más bebido, persiguiendo
que un sueño más urgente
cierre al fin la noche.

Y los dientes prietos, resguardando
nada del silencio. También enero.

Invisible

Dieciocho cero seis, lluvia en el parabrisas.
Did you never call? Diecinueve grados
que el limbo fue transformando en REM.
It's crazy what you could've had. Regreso donde
el tiempo sigue sin encontrar su solución,
I waited for your call, para sumergirme, entre sirenas
y pájaros, en la dimensión etérea, sin fuerzas
ni flancos que guardar. Donde el silencio
está hecho de sombras y la luz es una pesada puerta
que a cuentagotas se cubre de bruma y se cierra.
I waited for your call. Lo descubrimos ayer,
pero hoy nos revolvemos, sin saber
si alguna vez detendremos el rodaje, si alguna vez
repetiremos la escena, al fin, contando con nosotros,
o si, finalmente, la palabra logrará conquistarnos
You’re invisible now en el orden pagano
que nos detenta. Ese orden
de eslabón invisible
que desconoce
..........................a dónde,
.........................................hacia qué
.........................................oscuridad
..........................se dirige
esta cadena.

Abuelo

Tus palabras abren el tiempo
—historias de la historia
que son historia propia—
como si aquellos veranos
de números y playas
las habitaran.
Y dices que no importa,
pero la distancia es un gesto cercano
que se sucede irremediable en tu verbo.

Te escucho —qué más da si cuando hablas
los fantasmas ruedan y las preguntas nunca alumbran—
No importa, yo te escucho;
siquiera para remodelar ese recuerdo
en el barro definitivo, te escucho.

Rayos de tus ojos cansados goteando,
historias de la historia desvaída y pálida
relatadas como historia propia. Tú en la distancia,
yo, espejo de silencio a contraluz, en ti,
escuchando tu hablar sin descanso.

No te detengas, abuelo, aunque no puedas oírme,
tu credo, como una fascinación anunciada, sigue doliendo,
los dos sabemos que es falso el asombro
de encontrarme en tu relato.

Palabras en tu diccionario

Ese verano
—el de los bolsillos vacíos y las pupilas llenas—
como a conejos de prestidigitador
el autobús nos trasladaba en media hora
al vuelo de las libélulas,
a las dunas de dientes de dragón
y al potro de tortura
con rastros salinos de tu corola.

Ese verano
—el del refugio infinito y el vaso
siempre apurado—
entre sones e indefensas espadas,
fui verdugo fugaz de aristas,
fauno de tu aritmética mística,
esponja tintada de azul
que buscaba un hueco en la sombra de entonces.

Ese verano la vida sumaba
y se desconocía.

Esos veranos, aquellos tiempos,
siempre nos parecieron mejores –la memoria
se hace olvidadiza con los excrementos de vaca
que minan los verdes prados–.
Hoy, cuando el tiempo no ceja
en levantar su casa entre las ruinas de la memoria,
en esta tarde absurda en la que me pregunto
el sentido de estos versos, nada de lo que diga
puede significar más que un golpe de aliento
sobre el viento helado. Hoy, cuando me pregunto
por qué sigo escudriñando el momento
en el que se cubrieron aquellos cielos,
sueño palabras no recogidas en tu diccionario.

Las luces del frío



Hacía más frío entonces,
en los meses de la luz gastada, cuando
el inexplicable vértigo de encontrarte.
Eran mayores las distancias
en ese recorrido a la aventura de calles cercanas
o de los viajes interminables, de las
excursiones exóticas a aquellos montes
—recuerdo que nos dijeron que lejos
un mal aire podía dejarnos hemipléjicos— Y yo
era rumor de pasos acercándome,
disfrutándolo, sin saberlo escaso.
Cuando esclavizábamos el futuro.

Suspende la luz los mimbres ciegos del día
entre cantos de letras rojas, ojos de velas
y polvo antiguo. Queda ahora
la sensación de que nada
fue tan triste como haber fijado
un límite cercano. Pero dime,
¿qué te aporta la poesía? ¿qué sacas
de esa estúpida combinación de sílabas
que ahora compones sin gracia y sin rima?
Despertar sin saber de dónde. Preguntar,
como una señal de tráfico acribillada
entre la herrumbre de un coto de caza,
a dónde fue ese frío de entonces.

miércoles, septiembre 28, 2005

Septiembre

Un cielo de carbón y aire acondicionado
ha cubierto las calles de ropas que se resisten
a encerrarse en el armario
y coches que pululan como hormigas
en su frenético llenar de despensas.

Septiembre trajo un ogro hambriento,
un monstruo implacable que cada día devora
un pedazo de luz a bocados de minutos. Y un viento húmedo
que dejó en recuerdo la arena hirviente y sus bañadores,
las noches insomnes de mañanas cortas
y los escaparates exhaustos de rebajas.

Queda una resaca atónita,
una irrealidad espectral, el eco de un bullicio
que nos impone recoger los bártulos. También
la vuelta a la rutina de la normalidad y los fantasmas
que se adentran en el túnel de las tareas y sus sargazos.
Y un susurro interior apenas audible,
una cantinela monocorde y machacona
que no cesa de golpearnos el cerebro remachando:
“ya ha pasado, ya ha pasado, ya ha pasado…”

Elefantes para la eternidad

Ya casi puede distinguirse,
ya se definen sus contornos
—“¿Puedes verlo?. Está ahí arriba,
sobre las antenas y las azoteas”.

Qué locura. Y nosotros mirando,
buscando el imposible de la forma,
la fantasía óptica. Como si pudiera
echar a andar y escapársenos. Como
si se tratase de una de esas ambulancias
que atraviesan sonoras y fulgurantes todas
las conversaciones. —“Siempre llevan
a una parturienta”,
recuerdo que dijiste,
“prefiero pensar eso, el resto son desgracias”—.
Y allí seguíamos, sin ver lo que su mirada encendida
y sus labios no cesaban de mostrarnos.

Cuando nos íbamos nos giramos para escudriñar,
una vez más, el ya oscurecido cielo,
—“No, no enciendas la luz”—. Necesitábamos
volver a intentarlo, buscar de nuevo la silueta fugitiva,
esa vieja complicidad hecha de tardes en armonía
frente al crepúsculo, ese elefante entre azoteas, oculto
sólo para tus ojos.

La noche simétrica


Tenía la arena las ventanas de piel,
la ciudad prometida dentro.
Parían olas exhaustas, rumor
afligido en la órbita del aire.
En círculos goteaba tu aliento
dibujando un surco dormido,
crujido que teje la caja
de imágenes vencidas,
uñas de viento en el azul exacto
donde la escena se derrama.
Escándalo hecho espuma,
pasto en tu rostro que ahoga y expande
la simétrica noche
y enhebra tu cintura vertical
sobre las indecisiones de un cisne

A ras de noche


Música chinesca. Epitafio
para chelo y bajo continuo
embrujando luces y pájaros.

A ras de noche
hay dudas que no necesitan
despejarse, conversaciones
sin comienzo, tierras que guardan
la niebla como amantes
celosos de sí mismos.

A ras de noche,
sin nadie que escuche. El silencio
pasa cuentas a bocajarro,
y no existe el idioma hostil
del grito cautivo, ni el crepitar
del otoño en su lenta despedida.

(En la noche embrujada,
Fripp y Gibson hablan al viento sordo.
Nadie en la penumbra añora esta sombra). 



Cayendo en falso

Esa copa de cristal
ya fue escrita, como
también el trago,
su sabor brusco y frío
que condensa la niebla.

Y la asimétrica calma,
el rumor batido e ingrávido
del tren alejándose,
antes de dar a luz su
eco de silencio.

Y aquella soledad enlatada
de las habitaciones de hotel,
con sus folletos de monumentos
escondidos entre anuncios
de restaurantes y cabarets.

Tropezarnos entonces
con la noche pálida,
reuniendo palabras
y temores, cuando solo
es dejar atrás el peso
para caer en falso.

El regreso

El horizonte es el lugar
inalcanzable
frente a los azules
donde los sueños bordean la deriva.
Y no es posible, no,
obviar esa sensación
de que más allá, al fin,
otro es uno mismo
y uno mismo es la distancia impune
que nunca atravesamos
cuando encontrarse es volver.

Los gatos tienen las respuestas



Piensas si hubo antes mientras Trixi juega con una lagartija. Tal vez los gatos tengan las respuestas, tal vez los gatos confirmen nuestras sospechas y nos revelen que, en realidad, no hubo antes. Quizá, simplemente, antes no existió. Entonces el tiempo es un hecho que se fija en el ahora y el antes y el después son construcciones deformadas, visiones de la distancia que tienen sentido sólo desde este marco de referencia irrepetible que denominamos ahora. Quizá por eso nos movemos como gatos saltando entre lagartijas, sabiendo que cada marco de referencia es parte de uno más amplio y así una y otra vez hasta componer el universo, que en realidad es el lugar donde un gato juega con una lagartija mientras alguien piensa si el antes existió.

Echaré a andar

Echaré a andar entonces;
para no permanecer nunca.
Cuando la materia que habitas
agote su muda y sea luz
disipándose en el frío;
en el momento en que comprenda
la herejía de tu cuenca imantada
y someta el asombro sin respuesta
de tu cuerpo; cuando el humo antiguo
sea aire en el aire y el registro agudo
de esa enloquecida orquesta
sea una mancha irrenunciable.

Entonces, para no permanecer
nunca, echaré a andar.
Y tomaré a la sazón
unos gramos de tu congelada prisa
para hacer de lo posible
el sueño.

L'Hemisferic y el lobo



La Luna en creciente
custodia L'Hemisfèric.
Sobre el puente
y el verde que cerca farolas,
destellos de flotadores insomnes
y noctámbulos paseando excusas.

Y tú
en la cara oculta,
vigilando el otro lado de la noche,
ocupando ese espacio inalcanzable
que se esconde tras cinco paralelos
y seis meridianos. Cuadrículas extrañas,
extensiones atroces que me alejan,
abatiéndome sobre la marea lunar
que confunde el sentido del hombre,
cuando todo en mí ya es lobo.

Luz del pasado

Amanece.

Y la luz es el nombre de tu paisaje,
como una certeza absoluta
que cubriera la niebla
en el centro de mi memoria.

No necesito nombrarte,
te encuentro en este espacio
equidistante
entre la palabra y la música
y eres agua dispersa,
filtro de otro mundo.

Tal vez sea abandono
finalmente
la materia que traza tu frontera.
Estrago de la gravedad en tu mineral
el inaccesible gesto
este intento vano de reconstruirme.

Incandescencia de textura indefinible
donde la luz se hizo memoria,
discernimiento anegado donde me precipito
inevitablemente.

Amanece,
y es inútil reprimir esta luminiscencia,
luz que nunca
y cuando sí:
pasado.

Tritones en las paredes

Ochenta generaciones nos separan
hasta este inevitable coche fúnebre
en tránsito continuo, tenaz e impaciente,
empeñado en transportarnos. (Y. M.)

Tú y yo hemos conjurado el tiempo,
como bardos eremitas que atesoran una cosecha de días.
Un día más.No sabemos para qué ni hacia dónde,
pero como en una liturgia privada ineludible,
cada noche archivamos su legado.

Y como hambrientos buscamos el reposo
en la luz sin vallas de una estación terminal,
pensando que aún es posible hacer de la historia
una cuartilla en blanco fluyendo en la corriente.

Soy la cosecha gris que quiso el viento —dijiste—
y tú mi permanente olvido.

Días de vino y rosas

El pasado es un lecho de vapor marcado por el peso que dejó nuestro cuerpo. (Y. M.)

Hubiera sido necesario otro tiempo
para no entender tu papel prestado,
tu levedad insoportable, como una
alucinación urbana de Kundera.

Otro tiempo para no hablar de ti sin contorsiones
como una combinación sonora imposible
de hielo, cristal y whisky,
sabiendo que sólo la tristeza
se sublevará frente a tu salvador etílico.

Otro tiempo —todavía—
para no hablar de ti como de un dandi
zigzagueante entre la gloria y la desdicha.

Otras voces subrayarán tu suerte, tu aparente
buena vida. Otras gentes tratarán de reinventarte
y, tal vez, envidiarán la claridad incierta, el frágil
esplendor de las generosas compañías
en tus camas deshechas.

Butacas enhiestas serán testigos marciales
de tu tonada de alcohol y muerte.
Quizás entonces maldigas al estéril trago,
tal vez entonces reniegues de esa copa absurda que,
ni tan siquiera, te permitió escapar
de este poema.

Fe de muerte

Tú y yo nunca estuvimos aquí
trastocando a veces nuestro espacio,
gastando nuestras monedas
en imperturbables ruletas.

Tú y yo nunca giramos
nuestras manos en el aire
para dar cobijo a nada en absoluto;
nunca desordenamos sentidos ni estirpes,
ni hicimos cuentas de muebles,
alquileres y fiestas, porque
—eso dijimos— no había motivo.

Si entonces nunca ni estuvimos,
tú y yo, en el fondo de la nada,
recordando un tiempo futuro
que no alumbraremos.

La herrumbre del aire

Nunca no existe –te dije–, pero los sueños se astillan, como si la verdad fuera que el tiempo es una ventana ciega de un edificio no construido donde arrinconamos a la muerte. (Y. M.)


Buscar la palabra que me nombre;
limpiar la herrumbre del aire.
Después de tanto y tanto
seguir sin saber de qué va esto.
Hacer y deshacer
para no llegar nunca.

Buscar la palabra precisa que nombre
la somnolencia gris de las furtivas barcas.

Buscar hasta, por fin, saber
que de nada sirve nombrar,
de nada componer ruinas
en esta tregua de los vencidos,
en esta habitación abisal
sin remedio.

Intactos

Hoy parece
como si siempre hoy:
la brisa que suaviza el estío,el pitido incesante
del policía de tráfico y las motos
en combate reflexivo
con el sonido.
Como si siempre hoy:
el mundo colapsándose
en su penúltima tentación
y las palabras en su sitio,
inventando otra fila para
alinearnos, intactos
de este interminable hoy.

Tu estela

La luz filtró nuestros cuerpos
en la lluvia, niebla sólo ahora,
pegajosa caricia que oculta tu estela.

Pero seguimos aquí,
en la desolación extraviada,
en la perseverancia oblicua
de las hoces sin rumbo.
Frente al sol inacabado, sumidos
en una incruenta lucha de perdedores.
Yo aferrado a ti, como
la mano del acrobat
que arrastra la enorme página
a empellones de ratón. Tú
en ese desamparo incierto,
devastando mil selvas tropicales,
acunando todos los inviernos.

Por donde yo y tu caverna, reptando
hacia ti, como si aún entonces.
Donde el vaho nos recuerda
el tránsito necesario
para ya nunca el barro
porque ya nunca más el barro.

Deriva

Y todo transcurrido
frente a la nada. Silencios
navegando tus encajes.
Delgada luz que me agota
y escribe en falso secuencias
de música en sucesión esquiva.

Movimiento perpetuo
hasta la verdad sin fondo
que ya no espera, que presiente
un lugar más cálido
para ya no temblar.

Donde la duda sin fronteras
que te habita —ya tan lejos de ti—
te reclama y pregunta por qué ahora
no hay más lenguaje que el del
tango preciso, ahora que negamos
nuestras manos en la noche
y ese escalofrío eléctrico
no cesa de tensar
nuestras manos en la noche.

Instantánea

Tu pelo —súbito espejismo
frente al tótem luminoso—
deletreando el viento
en vuelo rasante sobre
el paso de peatones.
Desde mi jaula, algo hipnótico,
acompasado, se mueve —arriba,
abajo, arriba, abajo— desafiando
a Newton y a todos los astros.

Verde
realidad
claxon
y tu rastro desacelerándose.
Yo
abandonando
todo.

Desde Pisa

Almenas al fondo. Contraluz.
El sol escondiéndose, las piernas abiertas.
Expresamente para ti, desde Pisa.
—Si quieres puedo hacerme otra, aunque volveré a salir mal.
Rostro en tinieblas, silueta difuminada, inalcanzable,
como el pan recién horneado,
como una revelación interrumpida.
—¿Cuándo podré verte en persona?
Confusión de la espera. Como la cuerda
en el momento previo, afinando
el fuego de las venas.
—Y acariciar tu pelo, guapetón.
Vida detenida, letra tambaleándose,
inesperada experiencia de ruinas pasadas.
—No sé qué más contarte.
Y el horizonte cubriendo el reposo
como un gran saco vacío.
—Por favor, no me hagas daño.
Refulgía la noche.

Bodegón

El frío interior golpea el calor de la puerta abierta.
La luz muestra el color de un decorado
antiguo por la ausencia de vida cotidiana.
Ecos de gritos infantiles recorren los pasillos
como sombras fantasmales
transitando hacia la adolescencia,
que devora y grita sin saber de anochecidas
—¿de dónde esa humedad en los huesos
que congela el silencio? —

La ventana, transparencia herida,
guarda un rastro de insectos
que desesperaron frente a la inalcanzable luz.
Los objetos, de tan inmóviles,
se han hecho bodegones difuminados,
rostros estáticos, sonrientes,
que nos miran desde los rincones
como pájaros tristes que cantan a luto.

Entonces, toda la naturaleza quieta, muerta de risa,
me dice que ya no es posible poner orden
en esta inmensa ciénaga, en esta fábula anonadada sin final.
Y, pese a todo, abro el correo acumulado, destruyo
todas las cartas y, las que guardo, las escondo,
las apilo donde sé que no volverán a ver la luz,
ni a oír las risas de las tardes tenues,
ni los ruidos de la medianoche. Allí,
donde aún resuenan sus cuerpos,
como ecos, aplastando cualquier idea.

Imaginarte ahora es cortar a hachazos las pupilas de aquel niño.

La boda

Recuerdo ahora y veo la imagen,
colgada en la pared,
de lo que fue antigua defensa,
paso fronterizo y hospital,
hoy convertido en restaurante.

Las montañas de fuego al fondo.
Doce personajes en blanco y negro
en un cuadro de Velázquez
—¿quién el pintor? —
El cordero oreándose, paréntesis
extraordinario de abundancia.

Él de uniforme sobre el caballo,
tu mirada adolescente —esa
extraña sensación de cercanía—
abierta al sueño nuevo.

Retrato de unas estelas
que se pierden
en la presencia del lugar.

Nadie que me hable de tu vida,
sólo tu incomprensible mirada
haciéndome un guiño
a través del tiempo.

Oración

Ahora que nuestro tiempo lo ocupamos
en esta estúpida e inútil búsqueda de la belleza.
Ahora que todos los bolígrafos se apoyan en la mesa
destrozados
y que el estercolero nos inunda y urgen las despedidas
y la luz sin fin es herida abierta que no mata.
Ahora que a tientas, furtivos en un mar sin olas
oteamos ensimismados el polen del silencio. Ahora
nos preguntamos
por qué nuestro clamor no convoca al dios del lugar,
por qué urgen las despedidas, por qué persiste
la geometría cristalina de la aurora y la transparencia
de tus labios insistentemente quiebra y
quiebra las entrañas del dolor.
Ahora que el fuego sucumbió ante el fuego
y que sabemos que nunca estuvimos aquí,
elevo una oración, a contrapelo, sin templos
que agoten los silencios en su seno. Sin muros que
den cobijo a las pétreas llamas de tu existencia.

De una vez por todas respondió el silencio.

Retrato imposible

Como sombras raíces llegan, como
besos de alcanfor, epílogo nocturno
de silencios y posesiones inútiles.
Como si tu mirada nunca repetida
buscase otra luz, otro viento tibio.

Llegan desde el fondo del dolor, desde
la noche entrelazada, sin deseo. Entonces
convocamos, estériles, la cordura y
escapamos en sucesión monocorde hacia el vacío,
hacia la nada que es madre y destino último.

Cuando el mar era tierra, los
pájaros se empapaban de palabras
transparentes. Cuando las preguntas
perseguían su respuesta, tu presencia
era costa, mar y tierra en lucha perpetua.

Ahora es invasión, ahora es su turno.
Ya hiede su rastrera cercanía,
chirrían sus ecos contra la puerta,
como sombras raíces llegan, presagio
de sombra invernal, cuando todo al fin ya es vano.

Tú también me pides

Tú también me pides un
poema de amor.
Veinte años, mil desencuentros,
dos hipotecas y un poema de amor.
Cien palabras donde plasmar
nuestro tránsito itinerante,
nuestro abismo intangible,
tu poema de amor.

Pero cierro mis ojos y casi es cierto,
casi tus labios nuevos
brillan intactos.
Casi la espuma se eleva
y no ensucia la última palabra.
Y brilla el sol y crece la hierba
y no hay memoria. Tremenda libertad
de la inocencia. Entramado cruel
éste del conocimiento.

Ya ves, no sé escribir
tu poema de amor.
En otra ocasión intentaré
al menos escribir algunos versos
sobre aquel sueño intacto y virgen.
Será en otra ocasión,
ahora el amor se evade
y el perdón por estos años
es un mensaje a gritos archivado
en mi teléfono móvil.

Seguramente nos observes (a J.Á.V.)

Seguramente nos observes
desde la indeterminación infinita,
soledad fantasmal de tu
recién consumada memoria.

Ojos de concha marina
que iluminan la húmeda latitud
de tu lamento de pelícano
en vuelo irregular.

Esencia, sobre todas
las cosas, donde
el cierto mar no regresa
y el viento leve sólo acaricia tu
huella sobre la arena, como material
despojo de nuestra lenta demolición.

Delgadez que da la tierra
donde se acaba,
páginas tiznadas ya sólo
con tu nombre de lluvia
que nunca consigue borrar aquel amor.

Tú en el punto cero.
Mi pluma apenas te dibuja.

La casa del misterio

La casa del misterio
agoniza
—aquí tampoco hay nadie en absoluto—.

Se extingue a borbotones,
inasible.

Pero estás, la llevas a cuestas,
o acaso eso supones

cuando te preguntas qué quedará
más allá de los sonámbulos
que todo lo cubren.