Entonces, sobre nosotros, como la bruma invasiva, se desploma una ola de nostalgia que nos viste de nuevo con la casaca del dolor. El vaivén de la tormenta limpia el aire, las lejanas colinas son una sombra que con cada relámpago se balancea y cambia de tamaño. Acaso allí, desnudos y brillantes, en la quietud que sigue a la tormenta, nos amontonaremos esperando un milagro: la certeza, tal vez, de ser, de ser por un motivo, de ser para completar la mirada y envolver aquella primera con esta última. Para los cerebros que llueven, para los ojos que no miran, cuando todo es deriva, la súbita querencia de las luces, las metálicas luces que presagian sobre todos nosotros otro invierno indiferente.