miércoles, septiembre 28, 2005

Bodegón

El frío interior golpea el calor de la puerta abierta.
La luz muestra el color de un decorado
antiguo por la ausencia de vida cotidiana.
Ecos de gritos infantiles recorren los pasillos
como sombras fantasmales
transitando hacia la adolescencia,
que devora y grita sin saber de anochecidas
—¿de dónde esa humedad en los huesos
que congela el silencio? —

La ventana, transparencia herida,
guarda un rastro de insectos
que desesperaron frente a la inalcanzable luz.
Los objetos, de tan inmóviles,
se han hecho bodegones difuminados,
rostros estáticos, sonrientes,
que nos miran desde los rincones
como pájaros tristes que cantan a luto.

Entonces, toda la naturaleza quieta, muerta de risa,
me dice que ya no es posible poner orden
en esta inmensa ciénaga, en esta fábula anonadada sin final.
Y, pese a todo, abro el correo acumulado, destruyo
todas las cartas y, las que guardo, las escondo,
las apilo donde sé que no volverán a ver la luz,
ni a oír las risas de las tardes tenues,
ni los ruidos de la medianoche. Allí,
donde aún resuenan sus cuerpos,
como ecos, aplastando cualquier idea.

Imaginarte ahora es cortar a hachazos las pupilas de aquel niño.

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