lunes, noviembre 14, 2005

Nunca aprendimos

Poseía una escarcha creciente
preñada de siempremuertas
y unos huesos de holocausto invencible
que reflejaban las tormentas y su luz urgente.
Poseía una casa en mitad de ella,
con heliotropos gigantes
que echaban de menos el norte
y sus oscuridades.

Más gris que nunca más, y acaso verdad,
hablabas de ti
y quedaba la voz desnuda y sucia
como la espuma sobre el asfalto,
como la estéril repetición de un spot
que evocase subliminales huidas
o soterrase los escombros
de una tarde de domingo en desbandada.

Hablabas de ti
como si huyendo hacia fracasos
que nunca habitamos. Nos equivocamos
—lo supe mucho más tarde—
buscando la lucha de tus sábanas
con la excusa de la noche fría,
cuando los espías de tu mente emergieron
para cerrar el blanco de la última ventana.

Tanto amor, cariño, y no cambiamos.
Tanto y tanto temblor y nunca aprendimos.
Tanto amor y ni siquiera supimos
regresar a casa en la noche presentida,
en aquel relente tullido, cuando los crespones
se hacían fosa común, escarcha creciente,
enredadera siempremuerta.

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