Después de tantas noches ahora todo nos parece una ficción absurda. En cada esquina donde no te hallaba estabas lloviendo sobre mí. La luz de la mañana ilumina tu rostro –solamente tú en la escena– entre aparatos y latidos y un laberinto de cables, lejos de las imágenes que ahora evocas, de las sombras que nos hostigan sin dimensión donde evadirnos. Flotantes hogares en el aire, el lugar donde habitas hoy. Igual que unas cerillas húmedas en un universo de papel mojado nada podía prendernos, o eso pensábamos. Pero, ya ves, aunque nada sea lo mismo, todo se repite: ella se va una vez más –tal vez definitivamente– hacia un lugar impenetrable, allá donde habitan los sueños de nuestra adolescencia, arriba de las ojeras de un tránsito que de nosotros ya nunca sabrá.
Alguien perpetró unas pintadas en los bancos de mosaico azul, bajo las ramas de los ficus centenarios. El frío por la espalda derramándose en el límite de una guerra continua donde la nieve brota desde el origen. Todos absolutamente callados, aislamiento en el vértice de nosotros. Alguien decide recordar la urgencia, el daño que no sangra pero que duele como el blues. Sin tiempo de volver atrás, diminutos frente a la claridad del pasado, seguimos habitando a medio camino de entonces en un último nivel de la huida. Jardín de Ayora, ni siquiera poder pensar en ti: para comprender hay que horadar la tierra, su hemisferio marrón y verde, la soledad del rastro no seguido. La mañana de ceniza se empeña en
recordarte que subsistes donde acaba la sombra y el interrogatorio comienza, allí donde las flores y las gatas se
encintan y el cielo inválido enmudece sobre todos nosotros, callados, absolutamente.