jueves, febrero 29, 2024

2024, febrero

(I)

El sol vespertino en las hojas de la dárcena; restos aún vivos del último regalo del día de la madre. La planta, desde el centro de la mesita, casi orgullosa, mira hacia poniente. Busca la luz, el milagro que trae la vida, una vida que necesita muy poco: tan sólo unos puñados de tierra, unas gotas de agua y los rayos de una luz en retirada.

Cuanto más miro hacia dentro, afuera encuentro un sol anaranjándose, una planta, una naturaleza muerta, un bodegón impartiéndome lecciones de vida. (Lecciones de vida).
 

 
(II)

Había momentos en los que parecíamos desconocidos contemplando el discurrir del sol: tú, tumbada en el sofá, lees noticias en el móvil; tan sólo unas palabras, unos pocos metros, una distancia enorme. Mañana comenzaremos de nuevo: desconocidos buscando al asesino del tiempo dejando atrás el dolor a costa de seguir un guión que no saben interpretar.

Algún día amanecerá la luna sobre los edificios azules -tan delgados y maternales-. La escena se repetirá: unos desconocidos contemplando el discurrir de la luna. (Indiferencia).

(III)

Contigo pude obtener alguna certeza, algo así como constatar que nada es permanente, o que las tardes enfermizas son preludio de noches oscuras.

Leo un libro que mantiene en su contraportada un adhesivo con su precio en pesetas y euros. Un adhesivo conservado a modo de recuerdo de un tiempo de transición; como lo fueron aquellos colegios, cuarteles y universidades: escondites perfectos de la razón, lugares donde nunca encontramos respuestas, escenarios que no permiten vislumbrar lo que vendrá: esa inevitable transición, el modo en que, tan irrevocablemente, vamos siendo otros. (Otros).
 

 
(IV)

¿Dónde está el futuro que tanto anhelábamos? ¿Qué nos queda que nos permita sobrevivir? Ningún lugar nos espera. El sendero que ahora transitamos está construido con las cenizas de aquellos que nos precedieron. Cualquier ritual es una trampa, una orilla de sirenas que entonan engaños con viejas canciones que susurran tu nombre: anoche fueron unos labios; la arena; una casa abandonada después; una cama de hierro de repente; una música de violín y percusión mientras te desnudas; una mirada distante; un beso de nieve; la caza; una batalla perdida; el silencio que al final lo cubre todo. La certeza del futuro: ser como no haber sido. (Hijos del azar).

 

(V)

Una ciudad desolada, un crucigrama de calles y asfalto, de aceras y señales luminosas, lunas azules persiguiendo la vida en hospitales inhóspitos, bares donde el mundo se retuerce entre almas necesitadas y sueños; pequeñas y grandes músicas acompañando todo. Sucede cada noche. Y tú me dices de horizontes y huellas, de viajes fantásticos. Qué estúpidos somos buscando lo que llamamos amor para cubrir anteriores heridas. Sueños de medianoche, aún hermosos, que mueren contigo, cuentos, cometas fugaces, festines imaginarios volando hacia el recuerdo: esa muerte que siempre nos acompaña. (La búsqueda).

(VI)

Ojalá nunca volviéramos al lugar donde las hojas muertas cubrían las calles, donde las ambulancias resonaban sobre el oleaje y los recuerdos. 

La memoria no suelta su presa. Detrás del pasado, vientos que arrastran la hojarasca. Huele el frío, cruza con rabia la soledad. Desesperadamente nuestras huellas buscan otras horas, piensan en otros trenes, en otras nieblas, en la noche que vendrá, en la madrugada de no saber de ti, en los semáforos intermitentes que atraviesas con rapidez, de nuevo, desafiando el abismo. Lacrimosa. Mozart. Todo lo que se me ocurre decir son estupideces. (Lacrimosa).